Alzarse con la tierra, una tradición muy española

Escrito por Fernando Álvarez-Uría y publicado originalmente en Cuarto Poder

El muy honorable presidente de la Generalitat de Cataluña nos revela, a bombo y platillo, que Cataluña se ha cansado de España y que también España está cansada de Cataluña, de modo que es preciso formular una consulta al pueblo catalán para proceder a crear un nuevo Estado propio, en el marco de la Unión Europea. En los países hispanos la tradición de alzarse con la tierra, la tradición de promover la secesión, cuenta con numerosos antecedentes, de modo que se ha convertido en una tradición recurrente. Aún más, antes de que se produjese la unión entre las distintas coronas, que surgieron asentadas sobre la base común de la Hispania romana, ya la secesión hizo acto de presencia. De hecho, la fragmentación política del Imperio islámico comenzó en la Córdoba del siglo VIII, concretamente en el año 756, cuando los omeyas, establecidos en la hermosa ciudad andaluza, se auto-proclamaron un emirato independiente. En el año 929 el emirato se convirtió en califato, hasta su posterior desintegración en el año 1031, cuando se produjo el fraccionamiento de Al-Andalus. Los califas abbasíes de Bagdag tuvieron entonces que conformarse con contemplar como se reducía su enorme territorio, así como su peso político, a pesar de compartir una misma fe en Alá el misericordioso.

En el año 1236 Fernando III de Castilla tomó Córdoba por la fuerza. La ciudad de la gran mezquita dejaba de ser musulmana para pasar a ser cristiana. Entre 1425 y 1479 se produjo la unión de Aragón y Navarra, y en 1469 el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que sirvió de base para la unificación de los dos reinos. Tras la conquista de Granada, y tras la unión de los Reinos de Castilla y de Aragón, Cataluña y España permanecieron unidas durante cerca de quinientos años, hasta hoy, pese a las desavenencias propias de territorios con peculiaridades culturales que sobrevivieron al proceso de centralización del Estado burgués. Queda aún por resolver el misterio de cuando España y Cataluña revelaron al muy honorable presidente la aciaga nueva de que ahora se han cansado y quieren separarse.

La edad de oro de las declaraciones de independencia coincidieron en España con el descubrimiento y colonización de las tierras y pueblos del Nuevo Mundo. Carlos V temía que el asentamiento en América de conquistadores y encomenderos abriese la vía a la formación de una nobleza feudal, levantisca, guerrera, insumisa, que incumpliese sus obligaciones con la hacienda real, y se rebelase contra los intereses de la Corona. Para evitar esta deriva favoreció la presencia en América de las tres órdenes religiosas que durante años mantuvieron el monopolio de la cristianización de los naturales en las nuevas islas y tierra firme del mar Océano recientemente descubiertas. En realidad el temor del Emperador no era infundado, como bien ponen de manifiesto las guerras civiles del Perú. Los Pizarro, los Almagro, en fin, toda una serie de conquistadores y encomenderos se negaban a pagar los derechos reales, y se sublevaron al no acatar las Leyes Nuevas promulgadas en Barcelona, que abolían las encomiendas y velaban por el buen tratamiento de los indígenas. Hasta el propio virrey del Perú, y antes de la Nueva España, Don Antonio de Mendoza, intentó transmitir a su hijo en herencia el derecho a la sucesión en el virreinato. Pero en el siglo XVI destaca sobre todo la declaración de independencia formulada en una desgarrada carta a Felipe II, escrita por Lope de Aguirre, El Peregrino, hidalgo vizcaíno de la villa de Oñate, en la que le hacía saber al Rey que se sale de su obediencia y se desnaturaliza de nuestras tierras, que es España, y que está dispuesto a hacerle la más cruda guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar y sufrir.

La decisión de Carlos V de hacer que franciscanos, dominicos y agustinos neutralizasen los impulsos de los colonos españoles a alzarse con la tierra fue una decisión equivocada, algo así como poner al zorro a velar por la protección del gallinero. Desde muy pronto los frailes dominicos reconvirtieron las bulas papales de donación en bulas misionales al servicio de la recristianización, y también desde muy pronto el fraile de la Orden de Predicadores Domingo de Betanzos sostuvo que el mayor mal que a los indios pudo venir, así para su enseñamiento como para su conservación y buen tratamiento, fue ponerlos en cabeza del Rey y de los corregidores. Sin duda algunos misioneros denunciaron con valentía los malos tratos, la violencia de la dominación española en América, pero su defensa de la autodeterminación, por la que tanto batalló Bartolomé de Las Casas, no estaba exenta de una voluntad implícita de hacer del Nuevo Mundo un hortus conclusus, un huerto clausurado en exclusiva para ser monopolizado por los eclesiásticos, en función de sus intereses materiales y simbólicos, para mayor gloria de Dios. Desde entonces conquistadores y confesores, hombres de guerra y eclesiásticos, protagonizaron en América motines y asonadas, promovieron guerras, sublevaciones, reducciones jesuíticas, abanderaron sediciones bajo los estandartes de la libertad.

Los caudillos en América son un legado genuinamente español, si bien han sido jaleados y espoleados en ocasiones por las grandes potencias, que siempre logran pescar en río revuelto. Pero también en España han florecido los caudillos que se presentan a sí mismos como la encarnación misma de la voluntad de la patria. La sublevación de 1923 de Primo de Rivera contó, entre otros, con el apoyo de importantes personajes del catalanismo conservador. El último caudillo que hemos padecido se auto titulaba, con la venia de la Iglesia institucional, caudillo de España por la gracia de Dios, y no dudó en alzarse en armas contra el gobierno legítimo de la II República. El general Franco asestó un golpe de muerte al intento republicano de integrar a nuestro país en el sistema democrático europeo y a la voluntad mayoritaria de caminar juntos en el perfeccionamiento de instituciones justas. Sin embargo no fue el único en poner en solfa el orden constitucional republicano. Manuel Azaña, ya en el exilio, en los últimos meses de su vida, se lamentaba de que entre un movimiento obrero fascinado por la revolución soviética y los nacionalismos periféricos, dispuestos a hacer frente común contra la política invasora del gobierno de la República, no hubo espacio para un orden vertebrado por una cierta integración entre las clases y las diferentes sensibilidades y tradiciones culturales. El eje Barcelona-Bilbao, bendecido desde los santuarios de Montserrat y de Loyola, introdujo la disonancia cuando más necesarias eran las respuestas unitarias en defensa de la democracia. Producido el alzamiento de julio del 36, escribe Azaña, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero convergente, usurparon todas las funciones del Estado en Cataluña.

La España de las autonomías ha salido de una larga dictadura, y durante la Transición se ha recorrido un importante camino hacia la plena integración en Europa. Sin embargo, aún siguen siendo muy importantes las diferencias sociales. Aún queda por andar un gran trecho para aproximarnos al ideal de una sociedad integrada, laica, plural, una sociedad civilizada en la que haya pleno empleo, y en la que un Estado, con instituciones sólidas, promueva el desarrollo personal y social de los ciudadanos. Necesitamos consolidar ese Estado para salir de la crisis, necesitamos que, más allá de las demagogias y los intereses partidistas de algunos líderes políticos, más allá de los rasgos culturales identitarios que nos diferencian y nos enriquecen, los ciudadanos nos comprometamos en la democratización de la sociedad para avanzar juntos hacia los Estados unidos de Europa formados por sociedades cosmopolitas. Desde hace siglo y medio, escribía también Manuel Azaña, que representa el espíritu cívico, democrático, conciliador, la sociedad española busca sin encontrarlo el asentamiento durable de sus instituciones. Las guerras civiles, pronunciamientos, destronamientos y restauraciones, reveladores de un desequilibrio interno, enseñan que los españoles no quieren o no saben ponerse de acuerdo para levantar por asenso común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándose y respetándolo. De la formación y la responsabilidad política de ciudadanos y electores depende ahora avanzar hacia acuerdos que miren al futuro, un futuro cada vez más globalizado, cada vez más cosmopolita, en el que las interconexiones culturales debilitan las fronteras políticas. En el otro polo, las alternativas demagógicas que, en nombre de intereses insolidarios, preconizan hoy las diferentes ligas del norte europeas, de claro signo reaccionario, podrían condenarnos a revivir los desgarros dolorosos del pasado.

(*) Fernando Álvarez-Uría. Catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Su último libro publicado es Sociología, capitalismo y democracia (Moranta, 2011), junto con Julia Varela.